Internacionales A 50 años de su muerte, las lecciones de Winston Churchill resuenan cada vez más fuerte Considerado el mayor estadista del siglo XX, el ex primer ministro inglés es un símbolo de la resistencia contra la barbarie al haber combatido el avance del nazismo. Aquí, un extracto de sus aclamadas memorias sobre la Segunda Guerra Al terminar la Gran Guerra de 1914 existía la profunda convicción y la esperanza casi universal de que la paz reinaría en el mundo. Este deseo cordial de todos los pueblos podía haberse visto fácilmente satisfecho por medio de una inmutabilidad en la aplicación de principios de justicia, sentido común y prudencia. De todos los labios brotaba la consabida expresión; "Guerra a la guerra", y se empezaban a adoptar las medidas necesarias para convertirla en realidad. El presidente Wilson, en nombre, según se creía, de los Estados Unidos, había ideado una Sociedad de Naciones que estaba presente en el espíritu de todos. La Delegación británica en Versalles moldeó y dio forma a las ideas de aquél en un documento que quedará para siempre como una piedra militar en el penoso avance del progreso humano.
Los aliados victoriosos eran a la sazón omnipotentes en lo que se refería a sus enemigos exteriores. Habían de hacer frente a graves dificultades internas y a muchos enigmas cuya solución ignoraban, pero las Potencias teutónicas del gran macizo entroeuropeo que habían provocado el cataclismo hallaban se postradas ante ellos, y Rusia, ya despedazada por el flagelo alemán, se debatía en una guerra civil y empezaba a caer bajo la garra del Partido Bolchevique o Comunista.
En el verano de 1919, los ejércitos aliados estaban situados a lo largo del Rin y sus cabezas de puente se combaban profundamente en el interior de una Alemania derrotada, desarmada y hambrienta. Los jefes de las potencias vencedoras debatían y discutían el futuro en París. Ante ellos tenían extendido un mapa de Europa que había de ser casi rehecho de acuerdo con lo que resolviesen. Después de cincuenta y dos meses de angustias y peligros, la coalición teutónica yacía a merced suya y ninguno de sus cuatro miembros podía oponer la menor resistencia a su voluntad.
Alemania, cerebro y adalid de la agresión, considerada por todos como causante principal de la catástrofe que se había abatido sobre el mundo, estaba a discreción de los conquistadores tambaleantes a su vez por el duro castigo sufrido. Por añadidura aquélla había sido una guerra, no de Gobiernos, sino de pueblos. Toda energía vital de las mayores naciones se había derrochado en una tormenta de cólera y de muerte. Los dirigentes de la guerra, reunidos en París, habían llegado hasta allí impelidos por la corriente más violenta y furiosa de cuantas hasta entonces fluyeran por el cauce de la historia humana.
Estaban ya muy lejos los días de los Tratados de Utrecht y Viena, en que los aristocráticos se reunían para celebrar discusiones en términos corteses y elegantes y, libres del alboroto y la confusión de la democracia, podían idear y forjar sistemas sobre cuyos fundamentos estaban todos de acuerdo. Los pueblos, arrastrados por sus sufrimientos y aleccionados `por las doctrinas de masa que les habían imbuido, hallaban se alerta por decenas de millones para asegurarse de que se exigiera una retribución total a los vencidos. ¿Ay de los dirigentes, posados en sus vertiginosos pináculos de triunfo, si en la Mesa de la Conferencia lanzaban por la borda aquello que los soldados habían ganado en cien campos de batalla empapados en sangre?
Francia, en virtud de los derechos adquiridos con sus esfuerzos tanto como con sus pérdidas, ostentaba la presidencia. Dos millones de franceses habían perecido defendiendo el suelo de su Patria contra el invasor. Cinco veces en cien años - en 1814, 1815, 1870, 1914 y 1918 - las torres de Nuestra Señora de París habían visto el fogonazo de las baterías prusianas y oído el trueno de su cañoneo. Ahora, por espacio de cuatro horribles años, trece provincias de Francia habían gemido bajo el yugo implacable de la ordenanza militar prusiana. Amplias regiones habían sido sistemáticamente devastadas por el enemigo o pulverizadas en el choque de los ejércitos. No era posible encontrar, desde Verdún hasta Tocón, una familia o una casa que no llorase a sus muertos o albergase a sus mutilados.
Para los franceses, altas personalidades muchos de ellos, que habían luchado y sufrido en 1870, tenía un carácter casi milagroso el que Francia hubiese salido victoriosa de la contienda, infinitamente más terrible, que acababa de terminar. A lo largo de toda su existencia habían vivido bajo el temor del Imperio alemán. Recordaban la guerra preventiva que Bismarch había tratado de emprender en 1876; recordaban las brutales amenazas que habían derribado a Delcassé en 1903; habían temblado ante el peligro marroquí en 1906, ante el pleito de Bosnia-Herzegovina en 1908, y ante la crisis de Agadir en 1911. Los discursos de "puño acorazado" y "armadura resplandeciente" del Káiser podían ser recibidos con befas en Inglaterra y Norteamérica. En los corazones de los franceses resonaban como un lúgubre tañido de realidad aterradora.
Durante poco menos de cincuenta años habían vivido bajo el terror de las armas alemanas. Ahora, al precio de una sangría vital, la prolongada opresión había quedado deshecha. No cabía duda de que, por fin, iban a tener paz y seguridad. En un movimiento de apasionada exaltación, el pueblo francés exclamaba: "¡Nunca más!".
Pero el futuro aparecía henchido de presagios. La población de Francia no llegaba siquiera a dos terceras partes de la de Alemania. La población francesa hallábase en situación estacionaria, en tanto que la alemana crecía. Al cabo de diez años, o quizá menos, el contingente anual de la juventud alemana que alcanzaba la edad militar sería el doble de la de Francia. Alemania había luchado casi contra el mundo entero, prácticamente sin ayuda alguna, y habíale faltado poco para conquistarlo.
Quienes conocían la mayoría de los secretos, sabían mejor que nadie en cuán diversas ocasiones el resultado de la Gran Guerra había oscilado en la balanza, y tenían asimismo clara noción de los accidentes, fortuitos a veces, que habían inclinado el platillo fatídico. ¿Qué perspectivas favorables ofrecía el futuro a los grandes aliados para el caso de que hubiesen de volcar nuevamente sus millones de hombres sobre los campos de batalla de Francia o del Este?. Rusia estaba sumida en la ruina, agitada por grave convulsión, transformada en algo nunca hasta entonces conocido. Italia podría hallarse en el bando opuesto. La Gran Bretaña y los Estados Unidos estaban separados de Europa por mares u océanos.
El propio Imperio británico parecía montado sobre una trabazón sólo comprensible para sus mismos ciudadanos. ¿Que combinación de acontecimientos podía llevar de nuevo a los campos de Francia y Flandes a los formidables canadienses de la colina de Vimy; a los gloriosos australianos de VillersBrettonneux; a los intrépidos neozelandeses de los campos cuajados de cráteres de Passchendaele; al heroico cuerpo de ejército indio que en el cruel invierno de 1914 había mantenido firme la línea del frente cerca de Armentiéres? ¿Cuándo volvería la pacifica, descuidada y antimilitarista Inglaterra a minar las llanuras de Arios y Picardía con ejércitos de dos o tres millones de hombres ¿Cuándo llevaría de nuevo el océano a dos millones de representantes de la espléndida virilidad americana hasta la Champaña y el Argona? Desgastada, dos veces diezmada, pero dueña indiscutible del momento, la nación francesa oteaba el porvenir con agradecido asombro, pero también con obsesionante temor.
CUANDO EL MARISCAL FOCH SE ENTERÓ DE LA FIRMA DEL TRATADO DE PAZ DE VERSALLES, COMENTÓ CON SINGULAR ACIERTO: "ESTO NO ES LA PAZ. ES UN ARMISTICIO POR VEINTE AÑOS."
¿Dónde estaba, pues, aquella seguridad sin la cual todo lo que se había ganado carecía de valor, y la propia vida, aun en medio del regocijo de la victoria, era casi insoportable? La necesidad básica era la seguridad a toda costa y por todos los medios, por duros y hasta desagradables que fuesen. El día del armisticio los ejércitos alemanes habían marchado hacia su Patria en correcta formación. "Se han batido bien – dijo el mariscal Foch, generalísimo de las fuerzas aliadas, frescos los laureles de sus sienes, expresándose en lenguaje castrense -; que conserven las armas". Pero exigió que en lo sucesivo la frontera francesa estuviese en el Rin. Alemania debía ser desarmada; su sistema militar, desmenuzado; sus fortalezas, desmanteladas. Alemania podía ser empobrecida; podía echársele sobre los hombros indemnizaciones sin cuento; podía llegar a verse perturbada por disensiones internas; pero todo esto caducaría en el plazo de diez o veinte años. El indestructible vigor "de todas las tribus germanas" podría resurgir y las hogueras no extinguidas de la belicosa Prusia brillar y arder de nuevo. Pero el Rin, el anchuroso y profundo Rin de rápida corriente, una vez en poder del Ejército francés y fortificado por él, constituiría una barrera y un escudo tras los cuales Francia podría vivir y respirar durante generaciones enteras.
Muy distintos eran los sentimientos y las opiniones del mundo de habla inglesa, sin cuya ayuda Francia habría sucumbido. Las cláusulas territoriales del Tratado de Versalles dejaban a Alemania prácticamente intacta. Seguía siendo el más grande de los bloques raciales homogéneos de Europa. Cuando el mariscal Foch se enteró de la firma del Tratado de Paz de Versalles, comentó con singular acierto: "Esto no es la paz. Es un Armisticio por veinte años."
Las cláusulas económicas del Tratado eran de una acritud y al propio tiempo de una ingenuidad tan extraordinarias que las convertían a todas luces en una pura nulidad. Alemania quedaba condenada a pagar reparaciones por valor de veinte mil millones de libras esterlinas. Estos preceptos expresaban la ira de los vencedores, así como la creencia de sus pueblos de que una nación o una comunidad derrotadas pueden llegar a pagar unos tributos equivalentes al coste de la guerra moderna. Las multitudes permanecían sumidas en una absoluta ignorancia de los conceptos económicos más simples, y sus dirigentes deseosos de obtener sus votos, no se atrevían a desengañarlas. Pocas voces se alzaron para explicar que el pago de reparaciones sólo se puede efectuar a base de servicios directos o mediante el transporte material de mercancías en vagones a través de las fronteras terrestres o en barcos a través de los mares; o bien, para puntualizar, que al llegar a los países demandantes las mercancías en cuestión descoyuntan la industria local excepto en lo que se refiere a Sociedades muy rudimentarias o rigurosamente controladas.
En la práctica, como hasta los propios rusos han aprendido ahora, el único sistema de saquear a una nación derrotada consiste en desposeerla de todos los bienes muebles que se desean y en llevársele una parte de sus habitantes en calidad de esclavos permanentes o temporales. Pero el beneficio que en esta forma se obtiene no guarda relación con el coste de la guerra. Ninguna alta personalidad con mando tuvo el talento, la autoridad o el valor necesarios para situarse por encima de la locura colectiva y poner de manifiesto ante los electores estos hechos fundamentales con toda su crudeza; aunque tampoco se le habría escuchado si lo hubiese intentado. Los aliados victoriosos siguieron afirmando que exprimirían a Alemania "hasta que crujiesen las pepitas". Todo esto ejerció una poderosa influencia sobre la vida y el temperamento de la raza alemana.
Lo cierto sin embargo, es que no se llegó a forzar el cumplimiento de las citadas cláusulas. Antes al contrario, mientras las Potencias vencedoras se apropiaban mil millones de libras esterlinas del capital alemán, pocos años después los Estados Unidos y la Gran Bretaña hacían empréstitos a Alemania por valor de más de dos mil millones de libras, facilitando así a este país la pronta reparación de la ruina ocasionada por la guerra. Pero como este proceder evidentemente magnánimo seguía yendo acompañado de los aullidos sistemáticos de las poblaciones depauperadas y amargadas de los países victoriosos, asó como de las repetidas afirmaciones de sus estadistas, según las cuales debía obligarse a Alemania a pagar "hasta el último céntimo", no cabía esperar una cosecha de gratitud o de buena voluntad por parte del vencido.
Alemania sólo pagó; o sólo pudo pagar, las reparaciones que más tarde se le exigieron, porque Norteamérica prestaba dinero con profusión a Europa y especialmente a ella. En realidad, durante el trienio 1926-1929 los Estados Unidos recibían, o, mejor dicho, recobraban, en calidad de plazo de reparaciones precedentes de todas partes, aproximadamente una quinta parte del dinero que estaban prestando a Alemania sin posibilidad de devolución. No obstante, todo el mundo parecía contento y semejaba creer que esto podía continuar indefinidamente.
La Historia calificara de insensatas todas estas transacciones. Contribuyeron a fomentar el renacimiento del azote bélico y la "tromba económica" que más tarde habían de hundir a Europa. Alemania pedía entonces empréstitos en todas las direcciones, engullendo ávidamente todos los créditos que con prodigalidad se le ofrecían. Un sentimiento desorientado de ayudar a la nación vencida, junto con el nada despreciable tipo de interés que se fijaba a tales préstamos, indujeron a los capitalistas ingleses a participar en ellos, aunque en mucha menor escala que los de los Estados Unidos. De esta manera Alemania obtuvo los dos mil millones de libras esterlinas en empréstitos, frente a los mil millones que en concepto de reparaciones pagó de un modo u otro, ora mediante entrega de capitales o Valores situados en países extranjeros, ora efectuando hábiles juegos de prestidigitación con los enormes préstamos norteamericanos.
Todo esto en una triste historia de compleja necedad, en cuya elaboración se malgastaron muchos esfuerzos y generosidades.
FUENTE: infobae.com
Domingo, 11 de enero de 2015
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