El final de House
El adiós al cascarrabias
Esta noche se emite en la Argentina el último capítulo de la exitosa y popular serie protagonizada por Hugh Laurie. Se cierra así una saga de ocho temporadas con seguidores incondicionales en todo el mundo.

Jueves, 21 de junio de 2012
No por remanido está de más decirlo: si usted es de aquellos fanáticos que vieron las ocho temporadas de House sin respirar, y no quiere enterarse antes de esta noche del destino que corre el doctor más famoso de los últimos tiempos, por favor absténgase de leer uno de los recuadros que acompañan esta nota. Pero no se confunda: hay mucho para decir antes de despedir al cojo y cascarrabias adicto al Vicodin que se convirtió en el más visto de todos los tiempos en la historia de las series de televisión.
Después de ocho temporadas y 177 capítulos, la historia creada por David Shore sobre Gregory House, el médico más inteligente y mal llevado de los hospitales de ficción, llega a su fin. Corrieron varias versiones sobre el final de un éxito. Las más frías, que tanto el creador de la serie como su protagonista, el británico Hugh Laurie, estaban dispuestos a bajar sus cachets y seguir la historia de House un par de temporadas más, pero que para Fox, la señal que transmitía la serie en los Estados Unidos, los 5 millones de dólares que costaba comprar cada capítulo a Universal –sus productores y realizadores– eran mucho para seguir manteniéndolos en el tiempo, a pesar de su permanencia en las preferencias del público.
ELEMENTAL, WILSON. Inspirado tras una visita a un hospital universitario, y siguiendo la idea original del productor Paul Attanasio –que pretendía desarrollar una serie basada en la columna médica de la Dra. Lisa Sanders, en el New York Times–, Shore decidió darle una vuelta de tuerca a la infalible mente deductiva del personaje más flemático de todos los tiempos, Sherlock Holmes, y eligió homenajearlo dándole el cuerpo –y el temperamento– de un presuntuoso pero honesto especialista en diagnósticos y nefrología de un hospital ficticio, el Princeton-Plainsboro de Nueva Jersey. También le creó un fiel ladero, aquí llamado Wilson (encarnado por Robert Sean Leonard, el actor de La sociedad de los poetas muertos varios años después, claro).
De las similitudes entre Gregory House y el personaje de Arthur Conan Doyle se ha dicho que resultaban obvias, pero no por ello es menos entretenido atar cabos y ver en qué se parecían: ambos están obsesionados por resolver lo imposible y por su casi irremediable adicción a las drogas (House al Vicodin, un opiáceo que usa para disminuir los dolores de su pierna; y Holmes al opio, a la cocaína y a la morfina). El número del departamento de House es el 221B, el mismo número que el de Sherlock, el 221B de Baker Street. Los dos usan bastón, son prepotentes en el trato y aman la música; aunque el detective era violinista y el médico toca el piano y la guitarra, ambas cosas que el verdadero Laurie demostró muy bien durante su última visita a Buenos Aires.
Además del nombre de su mejor amigo y consejero, durante estas ocho temporadas, varios pacientes resultaron homónimos de referencias directas a Holmes: Rebecca Adler en el piloto de la serie; Moriarty, que le dispara en el final de la segunda temporada y una ex paciente llamada Esther Doyle.
HONESTIDAD BRUTAL. El personaje de House se hizo, para los fanáticos, tan adictivo como indispensable, pero no por ser el típico “héroe” a los que nos tienen acostumbrados las series de médicos. Su falta de hipocresía ante los pacientes podía pasar por insensibilidad pero era, en realidad, lo que le permitía mantener la mente fría para llegar a los diagnósticos adecuados, su verdadera obsesión. Acuñó dos frases memorables, que hasta se convirtieron en remeras: “Everybody Lies” (“Todo el mundo miente”, a la que parafrasea además el título del último capítulo que se emite hoy), y “It’s Not Lupus” (“No es lupus”), una ironía que usó cada vez que quería tratar de llegar a la verdadera razón de la dolencia de un paciente. Obsesionado por llegar al fondo de la cuestión, no dudaba en meterse en la intimidad –y hasta las casas– de quienes trataba, para descifrar el diagnóstico y sentirse realizado. En los momentos en los que dejó ver un atisbo de sensibilidad –ante algunos casos o con la doctora Cuddy, su ex jefa y la única mujer por la que demostró algún tipo de amor romántico–, siempre trató de ocultarla.
Y era exigente, terriblemente exigente con su equipo, tanto o más que con él: cuando al final de la tercera temporada, el cuerpo original de médicos se desmembra, él decide empezar la siguiente con un sistema original e implacable: seleccionar a sus nuevos ayudantes como si fuera un Gran Hermano, un reality al que se van sometiendo los aspirantes para quedar. Ahí aparecen Kutner –que una temporada más tarde morirá trágicamente: en realidad, el actor Kal Penn se fue a trabajar con Barack Obama en la oficina de Relaciones y Asuntos Gubernamentales–, Taub y la sexy Trece, a la que le quedó ese nombre porque era el número que ocupaba en la lista.
LA FILOSOFÍA DE HOUSE. No se trata de un eufemismo: efectivamente, los autores Henry Jacoby y William Irwin eligieron ese título sugestivo para escribir un libro basado en Gregory House que se convirtió en un best seller. Además de otras opciones menos “literarias” (básicamente, guías para “leer” la serie), el médico inspiró un texto que ligaba su conducta extravagante con sus bases filosóficas, inspiradas, según los compiladores, en Sócrates, Aristóteles, Nietzsche y el taoísmo, entre otros. El libro es en realidad una serie de ensayos escritos por filósofos graduados que toman a House y tratan de explicar su forma de ser desde diferentes puntos de vista. No es poco para alguien que, en origen, sólo pretendía ser uno más de los cientos de médicos que ha regalado la ficción. Pero nada en House fue nunca lo que parece. <
El inglés sin acento
Nacido en Oxford, educado en el exclusivo Eton College y luego en la Universidad de Cambridge, parece obvio que “británico” y “Hugh Laurie” parezcan sinónimos. Sin embargo, y más allá de que vino a Buenos Aires a cantar blues a principios de este mes, el actor –muy famoso en su tierra por sus comienzos en la comedia– perfeccionó hasta el hartazgo su acento estadounidense.
El mismo Campanella dijo de él que “es muy inglés, con una diferencia notoria con el resto del elenco en su estilo de actuación. Jamás llegaba con la letra sin estudiar”, y que su obsesión por sonar “americano” lo desvelaba y cansaba por partes iguales. Laurie le ganó el papel a actores hollywoodenses más conocidos que él entonces, como Denis Leary, Rob Morrow y Patrick Dempsey (sí, el Dr. Shepherd de Grey’s Anatomy), y en su audición, pensó que Wilson era el verdadero protagonista. Claro, antes de ver el guión original con sólo el nombre de su personaje como título...
Campanella y el toque “argento”
Antes de ganar el Oscar, Juan José Campanella sentía que había ganado el premio máximo de la dirección en series de televisión: le había tocado dirigir a Hugh Laurie y elenco cinco veces, y tuvo el honor de que uno de esos capítulos –el número 12 de la tercera temporada, llamado “Un día, una habitación”– se convirtiera en el más visto de la historia de la serie, a su vez la más vista hasta ahora en la ficción televisiva mundial.
Con la humildad que es su marca registrada, el director decía entonces que se sentía “parte del grupo de afortunados que hace lo que le gusta porque tiene la espalda bien cuidada y porque trabajar ahí es jugar en Primera”. Eso sí: le tocaba ir a trabajar a Los Ángeles, una ciudad “que detesto, voy sólo para estas grabaciones. Cada capítulo llevaba unas tres semanas, de 12 a 14 horas diarias de trabajo, pero se trabaja con un nivel de profesionalismo y tiempo que es envidiable. Hay entre 15 y 20 guionistas por temporada, todos liderados por David Shore, el creador de la serie, y el que manda en el set es él”.
Entonces, ¿puede verse el toque “campanelliano” en esos capítulos? El director de El secreto de sus ojos asegura que, al menos, lo intentó: “Traté de usar estilos que ellos no acostumbran, como la cámara en mano y el gran angular. Todo estaba centrado en él (House), en el momento en que encuentra la pista, a partir de qué datos resuelve. Esos momentos son los que usaba como anclas en la narración.”
El final
El título es más que sugestivo: “Everybody Dies” (“Todo el mundo muere”). El último capítulo de la serie empieza con un House un tanto alucinado, en medio de las llamas de una casa abandonada que se incendia. A punto de entrar en prisión, se replantea si quiere seguir viviendo o suicidarse, y aparecen, como fantasmas, algunos de los personajes de su pasado, encabezados por el doctor Lawrence Kutner (Kal Penn); Amber Volakis (Anne Dudek), la “zorra implacable”, y su ex pareja, Stacy Warner (Sela Ward), que lo tratan de disuadir del suicidio. Y la doctora Cameron (Jennifer Morrison), que intenta hacerle entender que también puede ser amado. ¿Lisa Cuddy (Lisa Edelstein)? Bien, gracias. No la esperen, no va a volver.
Pero, ¿qué decide el buen doctor? Cuando Wilson y Foreman llegan al lugar, la casa explota, por lo que todos se imaginan lo peor. Aparece un cadáver calcinado y la ficha dental coincide con la de House. Hay un funeral, claro, y todos lo lloran: “Me enseñó todo lo que sé”, repiten. Hasta que Wilson decide dejar de lado las frases hechas y dice que, en realidad, “era un imbécil que se reía de todos y nos humillaba”. Suena su celular y aparece un mensaje de texto de dos palabras, escritas en mayúscula: “¡Cállate, idiota!”. ¿Quién otro sino él?
Al mejor estilo Thelma y Louise, House busca a Wilson y le explica que fraguó su muerte. Lo invita a subirse a una moto y pasar sus últimos cinco meses de vida haciendo juntos todo lo que les dé la gana. “Cuando empiece a estar mal por el cáncer...”, aventura Wilson. House lo corta, fiel a su estilo: “El cáncer es aburrido.”
Y los demás también tienen su final feliz: Chase es el nuevo jefe de diagnóstico, y no se anima a tocar nada del despacho de su viejo jefe. Cameron está casada y tiene un hijo, y Foreman sigue de decano. Todos, marcados por el recuerdo de aquel médico imposible, al que a pesar de todo siguen admirando.
Fuente: Tiempo argentino