Espectáculos Nunca el cine nacional fue tan argentino Con la muerte de Leonardo Favio el arte de la patria perdió a uno de sus grandes autores, quizá el más justamente reverenciado. Dueño de una filmografía única e incomparable, su deceso dejó huérfano a un séptimo arte que lo hizo carne y celuloide.
"Quien nace cineasta viene con una urgencia: utilizar o fabricar imágenes para testimoniar la Historia, transmitir el asombro, los sueños, la Poesía". Leonardo Favio.
Para muchos, fue el gran realizador del cine argentino, el hombre que le puso un estilo único al detrás de cámara, el director que retrató a un país desde las diagonales más alejadas del lugar común. Artesano, militante, visceral, categórico, esteta, pero sobre todas las cosas, muchacho peronista. Se fue Leonardo Favio y el cine argentino pierde a su pluma más significativa.
Nació el 28 de mayo de 1938 en Luján de Cuyo, provincia de Mendoza. En el `56, apenas mayor de edad, mientras "la Libertadora" disfrutaba de las mieles de su flamante dictadura, debutó con un papel en el El jefe, el clásico de Fernando Ayala, que lo introdujo en el cine. Por ello, a él le vamos a agradecer que este joven haya mamado cinefilia al punto de estrenar su primer largometraje a los 26: Crónica de un niño solo, uno de los más sentidos relatos que el cine nacional tuvo en la productiva década del 60, en parte marcando el fin de lo que fue el cine "de teléfono blanco", rococó y kitsch.
Los 60s fueron también los años en los que Favio ofreció dos de sus títulos emblemáticos (aunque todos los fueron, en mayor o menor medida): Éste es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza y unas pocas cosas más..., (1966) y El dependiente (1967), historias sobre el amor quebrado, sobre el dolor y la vida como aventura amarga.
Después vendría una tríada de films entrañables, potentes. Y ese recorrido comenzó con una narración que repasó una de las zanjas nebulosas de la historia, en la célebre Juan Moreira (una patriada en pleno 1973, el mismo año en que el peronismo se desangró durante el regreso del líder). Después vendría Nazareno Cruz y el lobo (1975) ¿terror? a la argentina, un drama mayúsculo, con el tinte barroco que seguiría imprimiéndole a su filmografía durante el resto del camino y que profundizó en Soñar, soñar (1976, el año en que se fulminaron los sueños de una generación) con esa legendaria performance actoral de dos inequívocos no-actores: Carlos Monzón y el cantante Gian Franco Pagliaro.
Los años 80s mantuvieron a Favio alejado de las cámaras, dejándole el lugar a la ficción política explícita, que se ocupó de contar algunos de los vértices de la dictadura con brocha gorda. El realizador que había militado por el regreso de Perón y que también sufrió los escarnios del genocidio, se había corrido y vuelto a las grabaciones, a los recitales, a su lugar como cantante de un romanticismo sentido y que lo conectó con el fervor popular quizá en mayor medida que muchos de sus trabajos en celuloide.
Llegaron los 90s y con ellos Leonardo Favio volvió a la pantalla grande con una obra superior sobre la liturgia peronista, sobre el llano, con el pulso popular intacto: Gatica, el mono (1993), la historia triste de uno de los paradigmas del peronismo: José María "El Mono" Gatica, el boxeador del pueblo, envuelto en sangre, sudor y lágrimas, en la triste gloria del desclasado. Y si había que coronar su mirada sobre el legado del Movimiento, el descomunal documental Perón, sinfonía del sentimiento (1999) fue sin duda su palabra definitiva en torno a cómo Perón marcó a fuego la historia del país. Casi seis horas de documentación, pasión y tripas, en un trabajo paradigmático del cine político.
2007 fue el año del opus final: Aniceto, a secas, continuación, revisión y a su vez merecido autohomenaje alrededor de su trabajo de 1966, con un guión coescrito con su histórico colaborador Jorge Zuhair Jury, autor también del cuento que le dio origen. Una obra intensa y de refinado esteticismo que mereció una repercusión que le hiciera más justicia a la obra y su creador.
Quizá las propias palabras de Favio sean la mejor forma de cerrar una despedida que se hace agria pero inevitable. Un artista en medio de una época en la que esa distinción parece merecida por la simple exhibición o por la mera autoproclamación: "Ese es nuestro oficio... testimoniar el llanto, testimoniar la historia, cantarle a la pasión, a la poesía: ser memoria".
Fuente: Info News
Martes, 6 de noviembre de 2012
|